La literatura da para todo y es el territorio de lo posible, y en este punto la amistad no es solo una consecuencia lógica y natural del denodado trabajo intelectual y creativo, que nos lleva a interactuar con los otros, a cultivar estrechas relaciones de afecto y de mero intercambio por el oficio, sino que es un espacio ideal en el que hallamos personas maravillosas que nos hacen más fácil el camino: gente que sin su influencia nada sería igual en lo que hemos alcanzado, colegas que se hacen tan entrañables y cercanos, que tenemos a juro que asociar su presencia y su vida en nuestra propia trayectoria, porque de lo contrario caeríamos en un inexplicable vacío argumental y en un verdadero desierto.

Cuando escribo esto se me viene a la mente una fotografía que guardo en mis archivos y que debe ser de finales de los años 90 (posiblemente de 1997) en la que estamos la buena amiga escritora canaria-venezolana Marisol Marrero, el también escritor y para entonces adjunto al editor de Monte Ávila Editores Latinoamericana (Alexis Márquez Rodríguez) Wilfredo Machado, el escritor Alberto Jiménez Ure, el siempre recordado novelista y cuentista Denzil Romero y quien esto escribe, en plena Feria Internacional del Libro de Caracas, que se celebraba a finales de cada año (noviembre, creo recordar) en la para entonces llamada Zona Rental de la Plaza Venezuela.

El recuerdo no es accidental, ya que en la imagen se puede apreciar que celebrábamos con alegría una amistad conjuntada en la pasión por la lectura, la escritura y los libros, en el gozo de las páginas y de la palabra impresa, en sabernos felices y dichosos por echar adelante en una actividad que amábamos y en ella éramos absolutos cómplices y socios. En los comienzos de mi carrera como escritor recibí la amistad y el apoyo permanente de colegas que me abrían sin recelo su corazón, que me empujaban hacia arriba sin un ápice de mezquindad, que me presentaban a sus amigos, me daban sus contactos y me recomendaban con ellos, lo que abría puertas a cada paso y generaba en mí la suficiente confianza como para no caer en el desaliento.

Con la distancia del caso, cuando veo las imágenes de los amigos del boom latinoamericano no puedo sino sentirme identificado, porque esa camaradería que había entre aquellos hombres, provenientes de distintos países, y cuyo eje aglutinador era la literatura, la viví también con mis colegas y amigos, éramos un clan que hacía de nosotros miembros incondicionales, nos ayudábamos en lo que podíamos, reseñábamos y presentábamos nuestros libros, nos abríamos espacio en la prensa y articulábamos una red de visibilización que nos permitía estar en muchos contextos, y nuestra sinergia era extraordinaria.

Claro, esto tenía su otro lado de la moneda: generaba en paralelo una suerte de reticencia de parte de otros quienes se sentían amenazados por nuestro avance, y buscaban con todo su poder y su fuerza cerrarnos el paso, y muchas veces lo lograron. Recuerdo que una vez me acerqué a saludar a un reconocido autor venezolano y su respuesta me dejó de una sola pieza: “tienes un grave defecto, eres amigo de fulano de tal que es mi enemigo”. Como para el buen entendedor pocas palabras, pues sin excusarme de ser amigo del “fulano de tal” di media vuelta y me fui. En otra oportunidad me acerqué por cortesía a saludar a un conocido fotógrafo que se especializaba en “luminarias”, y él creyó entender que yo lo hacía para “insinuármele”, y no se le ocurrió otra cosa que decirme: “te fotografiaré más adelante, cuando llegues…” Y como el indio acata al año, me quedé sin palabras, todo cortado, y fue más tarde cuando pensé en lo que pude haberle dicho a ese tonto a quien hoy pocos recuerdan, y que por cierto salió huyendo del país por un asunto bastante oscuro que no contaré acá.

El inexorable paso de los años hizo sus estragos en muchas de las amistades que cultivé en aquellos lejanos tiempos: unos fallecieron y otros emigraron del país, y un pequeño grupo aún permanece con las intermitencias propias de la crisis nacional y de las dificultades para vernos en persona aunque estemos en la misma ciudad. Por supuesto, desde entonces hice muchas otras amistades que son valor agregado en mi vida y en mi carrera literaria, con las que me siento cómodo y agradecido por su cariño y solidaridad, y a las que les retribuyo con la misma fuerza y pasión por tanto afecto recibido.

Otras amistades son de reciente data y me siento emocionado por tener la oportunidad de interactuar con escritores de otros países: gente atenta y cordial, de un ánimo y una fortaleza interior extraordinarios, a quienes admiro y de los que aprendo mucho. Por cierto, tuve la gratísima ocasión de reunirme hace pocos días con una talentosa colega escritora venezolana naturalizada estadounidense, quien de paso por Mérida para ver a su hermana, tuvo la gentileza de aceptar mi invitación para compartir un café, se trata de Nery Santos Gómez, autora de libros encantadores. Nunca nos habíamos visto personalmente, es más, nuestra amistad es reciente y tecnológica, pero hicimos tan buenas migas y empatizamos tanto, que sentí como si la conociera de siempre. Le obsequié mis Cuentos selectos y Tiempos complejos. ¿Fin del método científico?, y ella me entregó su libro Al borde de la decencia. Relatos para adultos (Sial Pigmalión, 2020), que disfruto enormemente.

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