Amedio camino entre la ciudad de Karatu y la zona de recepción de entrada al parque de Serengeti hay un boma, nombre con el que se conoce a los poblados masai. Se trata de un recinto pequeño, de forma circular y formado por una docena de chozas (manyatas), todas ellas construidas con adobe, paja y estiércol, así como un pequeño espacio habilitado como escuela.

Los masai, un vocablo que significa en suajili el que tiene una lengua común, son un colectivo formado por unas 850.000 personas repartidas entre Kenia y Tanzania. Sigue siendo una tribu seminómada dedicada al pastoreo de rebaños de cabras y vacas, una actividad que realizan ayudados por una larga vara en una mano y una vestimenta -anudada al cuello- roja y azul inconfundible, el primero para distinguirse entre ellos en la lejanía, el segundo en honor al cielo.

Después de una pequeña presentación con uno de sus miembros, en el que no faltan las referencias a los equipos de fútbol españoles, nos cuenta, que todos los habitantes del boma son familiares de un baba, el padre de la familia. En un inglés muy básico nos explica que allí viven cincuenta y seis personas: el patriarca junto a sus quince esposas y sus cuarenta hijos.

Por supuesto lo hacen sin electricidad ni agua corriente, y han delimitado el perímetro del poblado con una empalizada de acacias con espinas, de forma que evitan tanto el ataque de animales salvajes como que su ganado abandone el recinto sin control.

Como en muchas otras tribus de África la práctica de la poligamia es habitual entre los masai, ya que tener más de una esposa es símbolo de poder. Según nos cuenta el “portavoz” del boma, habitualmente, los matrimonios son concertados con los padres de poblados vecinos cuando las niñas son todavía pequeñas.

Su poder y riqueza, además, se mide en relación al ganado, cuanto mayor sea el número de vacas que posean mayor es su prestigio social. Hay que tener en cuenta que los animales son la principal fuente de alimento, de ellos obtienen leche, carne y sangre. Al levantar la mirada podemos contemplar, en las proximidades del boma, algunas vacas pastoreadas por adolescentes masai en un terreno absolutamente yermo.

La danza del salto

Mientras charlamos con nuestro interlocutor nos rodea un grupo de adultos, todos ellos –tanto hombres como mujeres- son altos y espigados. Ante nuestro asombro comienzan a bailar dando saltos, están ejecutando el famoso adumu, un vocablo suajili que significa literalmente “danza del salto”. Cada guerrero da cada vez un salto más alto que el anterior, al tiempo que aumenta el volumen de sus cánticos.

Una vez terminado el adumu nos invitan a visitar el poblado. Todas las chozas son similares, no hay ninguna que destaque por su tamaño ni ostentación y en el centro del boma podemos contemplar una segunda parcela cercada con espinas, es el lugar donde los masai encierran a sus animales al finalizar cada jornada.

El masai nos pide que le acompañemos al interior de un manyata. Es de tipo circular y, en sus escasos seis metros cuadrados, cuenta con un pequeño hall, una estancia principal dotada de un ventanuco, que hace las veces de salón y cocina, y una zona más recogida, que es el cuarto en el que duermen las cuatro personas que viven en la choza. ¡Cuatro personas!

La hospitalidad de nuestro anfitrión va más mucho más allá de lo que se podría pensar a priori, ya que se nos invita a sentarnos en unos cubos de plástico vacíos que hacen las veces de improvisados asientos, mientras responde amablemente a todas nuestras preguntas.

Es en esa cercanía cuando apreciamos otra de las muchas idiosincrasias de los masai: la escarificación. Este término procede del inglés scar –cicatriz- y guarda relación con las cicatrices faciales que lucen los masai en su cara. El otro elemento claramente distintivo de su anatomía es la dilatación de sus pabellones auriculares, una práctica que tiene lugar durante la niñez con la ayuda de un machete.

Dientes brillantes y sin caries

Todos los masai sin excepción lucen unos dientes perfectos, blancos y rutilantes. Cuando se les pregunta que cómo lo consiguen la respuesta es contundente: gracias al miswak. Se trata de un palo de mascar -un limpiadientes orgánico- que consiguen de las ramas de la Salvadora pérsica, un arbusto de corteza blanquecina y ramas arqueadas que crecen tanto en Tanzania como en Kenia.

Sorprendentemente, la ciencia está del lado de los masai, ya que diversos estudios científicos han demostrado que el extracto de la rama de la Salvadora pérsica no solo fortalece las encías, sino que también destruye la placa dental y blanquea los dientes. Además, el miswak tiene propiedades antiinflamatorias y antibacterianas.

Todos estos beneficios odontológicos no son óbice para que la mayoría de los masai no tenga los incisivos inferiores. Al parecer esta ausencia responde a una práctica ancestral que se realiza a los cinco años de edad para que puedan ser alimentados mediante una pajita.

Miswak
Todos los masai sin excepción lucen unos dientes perfectos, blancos y rutilantes, gracias al miswak. Foto: Istock

Con información de Muy interesante

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