En una de las páginas más bellas de su libro, “El hombre en busca de destino”, donde Viktor Frankl narra los tres años que vivió en Austwitz, posiblemente el más terrible de los campos de exterminio nazi, cuenta cómo descubrió que la salvación del hombre está en el amor y a través del amor: “Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo, mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión.
La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer.
Por primera vez en mi vida entendí la verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre.
Fue entonces cuando comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad –aunque sea sólo momentáneamente- si contempla al ser querido.
Cuando el hombre se encuentra en una situación de total desolación, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos correctamente –con dignidad- ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser querido…No sabía si mi mujer estaba viva, pero para entonces ya había dejado de importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada.
Si entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que hubiera seguido entregándome a la contemplación de su imagen y que mi conversación mental con ella hubiera sido igualmente real y gratificante”.
El modo en que el hombre acepta el sufrimiento le brinda una oportunidad de dar a su vida un sentido más profundo.
Puede conservar su dignidad, su generosidad, o bien, en la dura lucha por la sobrevivencia, puede convertirse en un ser peor que el más cruel de los animales.
Frankl recuerda cómo había compañeros prisioneros, los “capos” que mostraban una crueldad incluso superior a la de los guardias nazis, pero había otros “que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.
Dostoyevski dijo: “sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos”, y estas palabras – escribe Frankl- “retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se pierde.
Los prisioneros eran hombres normales, pero algunos de ellos, al elegir ser dignos de su sufrimiento, atestiguan la capacidad humana para elevarse por encima de su aparente destino”.
El mensaje de Frankl es claro y muy necesario en esta Venezuela tan atribulada: por muchas que sean las desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerrado que se presente el horizonte en un momento dado, siempre le queda al hombre la libertad de actuar conforme a sus principios. Podrán arrebatarle todo, menos su dignidad y su libertad.
Además, el amor siempre ofrece una razón para vivir y soportar los sufrimientos. Por ello, en los momentos tan difíciles que vivimos, cultivemos el amor en la pareja, en la familia, con los amigos, propaguemos con pasión el amor a Venezuela, pues nos brindará un refugio para sobrevivir con dignidad y con alegría y hará que nuestros sufrimientos y trabajos por reconstruir el país tengan un sentido aunque se sigan postergando incomprensiblemente las anheladas soluciones.
De este modo también estaremos derrotando a los sembradores de crueldad y sufrimiento.
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