Jugaban billar, se tomaban videos, se ponían flotadores de piscina para bailar. Era una fiesta de jóvenes de 17 y 18 años en una finca, sábado en la noche.
Al día siguiente, el departamento colombiano del Valle del Cauca amaneció con la noticia de una nueva masacre en el municipio de Buga, al suroccidente del país.
Cinco de los jóvenes presentes en aquella reunión fueron asesinados por tres hombres armados que entraron a las 2 de la mañana.
El dueño de la hacienda es un ingeniero de la zona. La única hipótesis que se ha repetido por más de una entidad judicial de manera extraoficial es que iban a secuestrar a su hijo.
La presidencia, la fiscalía y el ejército manifestaron condolencias y anunciaron investigaciones y desplazamientos a la zona.
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De resto, no queda claro por qué mataron a cinco bachilleres indefensos que despedían a uno de sus compañeros antes de su viaje de estudios a otra ciudad.
Lo único que se sabe es que este 2021 la sucesión de matanzas colectivas en Colombia tiende a seguir la escalda del año pasado, cuando el centro de estudios Indepaz contabilizó 91 masacres en las que murieron 314 personas.
Este año ya son seis los asesinatos colectivos de tres o más personas registradas por Indepaz con un saldo de 20 ciudadanos muertos, que se añaden a los 14 líderes sociales y los 5 excombatientites de la guerrilla asesinados.
Números de un país que, pese a los intentos, entre ellos firmar la desmovilización con la guerrilla más grande en 2016, mantiene vivo su trauma más viejo: la violencia.
6 masacres, total impunidad
Las otras cinco masacres de 2021, así como las del año pasado, se registraron de una manera similar: un evento social en un lugar remoto del país donde grupos armados ilegales ejercen control y buscan formar corredores para la exportación de cocaína.
Pero hasta ahí las aparentes similitudes, porque cada una de las masacres ocurre por razones diversas y tiene víctimas y victimarios diferentes.
La primera del año, por ejemplo, ocurrió en Florencia, Caquetá (suroriente), durante una pelea de gallos clandestina a la que dos hombres armados entraron y mataron a tres personas. «Atacaron a los asistentes sin mediar palabra», le dijo un policía local a la agencia AFP.
Ese mismo 10 de enero, en el municipio de Betania, un joven de 23 años, su madre de 42 años y otro hombre más fueron baleadas en una casa por una presunta «disputa local por rentas ilícitas ligadas al fenómeno del tráfico de estupefacientes», según el subsecretario de Seguridad de la de Antioquia (centro-occidente).
El pasado 19, para citar otro ejemplo, otras tres personas murieron en un ataque en la zona urbana de Tarazá, un municipio de Antioquia. Primero se reportó que fue por un enfrentamiento entre bandas armadas y luego los mismos vecinos llamaron a los medios locales a desmentir la versión, aunque tampoco sabían qué ocurrió exactamente.
Mueren, pues, decenas de colombianos cada semana en masacres que llegan a las noticias de manera escueta, sin detalles, con datos contradictorios, sucedidas por una declaración oficial que promete resultados; en vano.
Entre 86% y 94% de los homicidios dolosos en Colombia quedan impunes, según datos oficiales. En el asesinato de líderes sociales, de los cuales hubo 310 en 2020, la cifra aumenta al 95%. Y, en cuanto a masacres no existe siquiera un estimativo de impunidad.
¿Qué es lo que pasa?
Las masacres han sido un método recurrente a lo largo de la violenta historia de Colombia, durante la cual centralistas y federalistas, luego liberales y conservadores, y más recientemente grupos armados y Estado han mantenido vigente una polarización armada con distintas manifestaciones.
Pero desde 2016, con la desmovilización de la guerrilla más grande y más vieja de América, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el conflicto cambió.
«Las masacres son una señal de los cambios en el conflicto, que se fragmentó mucho porque pasó de tener pocos actores, con jerarquías y orden y estructuras claras, a muchos grupos, que operan con intereses y de maneras muy distintas entre ellos», asegura Elizabeth Dickinson, analista de Crisis Group, un centro de estudios.
Hace 20 años en Colombia las guerrillas, los paramilitares, los narcotraficantes y el ejército eran los únicos actores armados de la guerra. Todos realizaban masacres, a veces con cientos de víctimas. Pero hoy hay una multiplicidad mucho mayor.
«Cuando hay grupos armados emergentes que intentan copar los espacios de otro que se extinguió, como en este caso las FARC, aumenta la violencia a través de masacres, porque éstas son expresiones de control, sea sobre el negocio ilegal o el territorio», dice Óscar Javier Parra, director de Rutas del Conflicto, un monitor de la guerra.
Mientras el conflicto cambió, el Estado no hizo cambios en sus estrategias, aseguran los expertos.
«El Estado que no llegó tras la desmovilización de las FARC dejó un espacio que intenta ser cooptado por grupos que no tienen problema con ejecutar masacres», dice Parra.
Y Dickinson añade: «Hay una falta de imaginación, de poder pensar diferente, de hacer un diagnóstico renovado. La estrategia de poder territorial no ha cambiado. El contexto ha cambiado y las instituciones del Estado no, cosa que las hace aún más ineficaces de lo que eran antes».
El gobierno de Iván Duque defiende su implementación del acuerdo de paz, enfocada en desarrollar económicamente los municipios más afectados por la guerra y fortalecer los mecanismos de sanción a los victimarios.
Sin embargo, concluyen los analistas, la llamada «guerra contra las drogas» se mantiene, el enemigo central sigue siendo el comunismo y los incentivos para dejar el cultivo de coca o los fusiles siguen siendo tan precarios como a lo largo del siglo XX.
La guerra en Colombia cambió. Pero los colombianos se siguen matando.
bbc.com