Jerry Lee Lewis, el indomable pionero del rock ‘n’ roll cuyo escandaloso talento, energía y ego chocaron en discos definitivos como “Great Balls of Fire” y “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On”, y que sostuvo una carrera que de otro modo se vio afectada por los escándalos personales, murió el viernes por la mañana a los 87 años.
Último superviviente de una generación de intérpretes rompedores que incluía a Elvis Presley, Chuck Berry y Little Richard, Lewis murió en su casa de Misisipi, al sur de Memphis (Tennessee), según informó su representante Zach Farnum en un comunicado. La noticia llegó dos días después de la publicación de un informe erróneo de TMZ sobre su muerte, posteriormente retractado.
De todos los rebeldes del rock que surgieron en la década de 1950, pocos captaron la atracción y el peligro del nuevo género de forma tan inolvidable como el pianista nacido en Luisiana que se hacía llamar “The Killer”.
Las baladas tiernas eran mejor dejarlas para los viejos. Lewis era todo lujuria y gratificación, con su tenor lascivo y sus exigentes asideros, sus tempos violentos y sus impetuosos glissandi, su arrogante mueca y su alocado pelo rubio. Era una estampida de un solo hombre que hacía gritar a los fans y maldecir a los teclados, su acto en vivo era tan combustible que durante una actuación de 1957 de “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On” en “The Steve Allen Show”, se le lanzaron sillas como cubos de agua en un infierno.
“Había rockabilly. Había Elvis. Pero no había rock ‘n’ roll puro antes de que Jerry Lee Lewis entrara por la puerta”, observó una vez un admirador de Lewis. Ese admirador era Jerry Lee Lewis.
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