Una vieja leyenda de las tribus indígenas del este de Canadá asegura que en los profundos bosques de la región de los Grandes Lagos habitaba una bestia terrorífica, de aspecto humanoide, largas extremidades y afilados dientes, que atraía a sus víctimas susurrando su nombre antes de devorarlas. Cuentan que el primer wendigo, nombre con el que se conocía a esta malévola criatura, fue en principio un hombre enamorado, que, traicionado por su amada, e incapaz de controlar su ira, acabó con su vida y devoró su corazón. Lejos de encontrar alivio al ver consumada su venganza, sus remordimientos terminaron por convertirle en un ser monstruoso, obligado desde ese momento a vagar errante, alimentándose de los desprevenidos viajeros que se adentraban en los bosques que habitaba.
Esta figura mitológica encierra una de las manifestaciones folklóricas más antiguas que se conocen alrededor del tabú del canibalismo, un acto tan deshonroso como habitual entre los antiguos pueblos nativos de Norteamérica cuyas creencias populares mantenían que la antropofagia desposeía al hombre de su condición de ser humano, convirtiéndole en una bestia, en un wendigo.
INSTINTO DE SUPERVIVENCIA
La ventaja de las leyendas es que son solo eso: leyendas, que únicamente cobran vida en la imaginación de los crédulos e ignorantes, ¿o no? Creamos o no en monstruos y criaturas fantásticas, la existencia de animales antropófagos, es decir, que se alimentan de seres humanos, es una realidad: lobos, tigres, pumas, orcas, buitres y grandes reptiles como el cocodrilo o la pitón reticulada ocasionan decenas de víctimas humanas al año. Se podría decir que estos animales son los verdaderos wendigos que acechan en algunos de los más recónditos rincones de la geografía de nuestro planeta, a la espera de «susurrar el nombre» de alguna víctima desprevenida y acabar devorando su cadáver.
Pero, a pesar de la espectacularidad de estos sucesos, los casos de antropofagia son relativamente extraños en la naturaleza. Nuestra inteligencia, las nefastas consecuencias que la actividad humana ha provocado en las poblaciones de grandes depredadores, algunos de los cuales han visto reducido su número hasta rozar casi la extinción, y el desarrollo de un, cada vez más, sofisticado y mortal armamento, nos han colocado en la cúspide de la pirámide alimenticia, convirtiéndonos en un superdepredador que encuentra muy pocas amenazas reales a su alrededor. De igual forma, nuestro escaso valor como presa nos convierte en una especie poco codiciada para otros animales. Según un estudio realizado en 2017 por el doctor James Cole, arqueólogo de la Universidad de Brighton, y publicado en la revista Scientific Reports, la carne humana genera unos ingresos energéticos muy inferiores a los de otras presas de mayor tamaño; de esta forma, a la larga, la energía que esta aporta no compensa el esfuerzo y riesgo que implica su caza.
El instinto de supervivencia que muestran algunos de estos animales, bien por motivos de defensa propia, bien por proteger su territorio o a sus crías, puede, sin embargo, propiciar encuentros desafortunados con resultados ciertamente desagradables. Por otro lado, la carroña de un cadáver humano abandonado puede acabar siendo, sin duda, una opción tan inesperada como inmejorable ante una situación desesperada de falta de alimento. En el antiguo Egipto, la antropofagia oportunista de algunos cánidos dio origen al culto de Anubis, el dios con cuerpo humano y cabeza de chacal, protector y guía de los difuntos. Durante la noche estos animales saqueaban los cementerios en busca de cadáveres. Los sacerdotes egipcios pensaban que, al desenterrar y devorar estos restos, ayudaban al alma de los difuntos a escapar de su encierro mortal y alcanzar el mundo de los dioses. De hecho, muchas religiones consideran, de igual forma, que, tras fallecer, el alma escapa del cuerpo, que queda como un contenedor vacío a merced de la naturaleza, aguardando inerte hasta su descomposición. En ciertas regiones del Tíbet, los cuerpos sin vida son descuartizados y entregados a los buitres como última muestra de caridad. Estas aves son consideradas sagradas por los sacerdotes budistas pues su comportamiento carroñero es un fiel reflejo de la filosofía budista: no provocan la muerte a otros seres vivos y aceptan de buen grado aquello que les llega. Para ellos, solo cuando estas aves terminan de devorar los restos muertos, el alma es capaz de encontrarse completamente libre para ascender a los cielos e iniciar un nuevo ciclo de reencarnación.
De igual forma que chacales y buitres, los lobos, hienas, osos, cocodrilos y perros son especies que, de forma puntual, pueden consumir carne humana como alimento. En el caso de los animales salvajes, suele ocurrir de forma accidental, principalmente como consecuencia de la defensa de su territorio, o debido a una situación de extrema necesidad por la escasez de presas en la naturaleza.
En el caso del lobo, su fama de devorador de hombres responde más a una cuestión cultural que real. El papel de asesino cruel y despiadado al que ha sido relegado este animal en los cuentos populares, que escuchamos desde nuestra infancia, se aleja completamente de la realidad de una especie que se ha visto progresivamente arrinconada y desplazada en la naturaleza, que ha aprendido a evitar la presencia humana y que, si mata, lo hace únicamente por supervivencia. A pesar esta injusta fama, únicamente se han registrado unos cientos de víctimas humanas en las últimas décadas. Como trató de hacernos entender en vida el gran naturalista Félix Rodríguez de la Fuente «el lobo cruel es un protector incondicional de los débiles; el lobo traicionero es capaz de morir por fidelidad; el lobo asesino es un cazador que mata para comer, pero detesta la violencia». Violencia que, curiosamente, es inherente a nuestra especie.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, el cocodrilo es el animal que más muertes humanas causa en África. Las cifras se acercan al millar de muertes anuales; sin embargo, hay que relativizar estos datos por la dificultad de llevar un registro fiable en los países donde se producen y porque, al igual que con el resto de animales salvajes, la muerte no implica necesariamente el consumo posterior de los restos.
En el caso de animales domésticos como el perro, el propio ser humano suele ser el responsable directo de la mayor parte de estos actos de antropofagia. La antigua Roma fue testigo de la cruel persecución que sufrieron los cristianos debido a la defensa de su fe. Muchos de ellos, vestidos con pieles de animales, fueron arrojados a los perros hambrientos como parte de los espectáculos de circo con los que se entretenía al pueblo. Estos animales volverían a ser utilizados del mismo modo en el exterminio de las poblaciones de indígenas americanos llevado a cabo por los conquistadores europeos durante el siglo xv. Podemos caer en el error de pensar que estos atroces actos de crueldad son cosa del pasado. Realidad o sensacionalismo, lo cierto es que el pasado 24 de diciembre de 2013, el diario Straits Times de Singapur hacía eco en sus páginas de que un alto dirigente norcoreano y cinco de sus colaboradores habían sido ejecutados por 120 perros de caza hambrientos.
Los mayores depredadores de humanos
No obstante, los animales antropófagos por excelencia son los grandes grupos de felinos, principalmente tigres, leones, pumas y leopardos. Entre ellos, el tigre ostenta el controvertido honor de ser el felino más letal para nuestra especie. A pesar de ser una de las especies más emblemáticas de nuestro planeta, es también una de las más amenazadas. En los últimos años, su población se ha visto seriamente reducida debido a la expansión humana y a la caza furtiva. Los últimos censos indican que su número no supera los 4000 ejemplares en estado salvaje, fundamentalmente en el continente asiático, el 70 % de ellos en la India, donde se producen la mayor parte de los encuentros mortales. Según los datos del gobierno indio, cerca de 225 personas murieron en este país entre 2014 y 2019 por ataques de estos felinos, a causa de la escasez de otras presas y la presión que ejerce la actividad humana sobre sus hábitats naturales. Sin embargo, el declive que han sufrido en los últimos años las poblaciones de tigre han contribuido a la disminución del número de víctimas.
La letalidad de algunos de estos animales, como el temible «demonio de los Sundarbads » o los «devoradores de hombres» de Jowlagiri, Devarayandurga y Hosdurga- Holalkere, acabó por convertir su persecución en una empresa tan legendaria como arriesgada. Pese al paso del tiempo, la historia de la «tigresa de Champawat», pervive en la memoria de los habitantes del estado de Uttarakhand (la India), donde esta hembra de tigre de bengala sembró el terror a principios del siglo xx, provocando 436 muertes hasta caer abatida por Jim Corbet en 1907.
El legendario cazador indio de origen irlandés tiene en su haber también la captura de otros dos famosos y letales felinos: el leopardo de Rudraprayag, un imponente macho de leopardo que mató a 125 personas en la región de Garwhal, en la India, entre los años 1918 y 1926; y el de Panar, que ocasionó otras 400 muertes en el distrito de Kumaon, del estado de Uttarakhand, también en la India (en la parte Norte).
Aunque el delicado estado de conservación en el que se haya esta especie favorece que actualmente los ataques no sean muy numerosos, a finales del siglo xix y comienzos del siglo xx las cifras eran significativamente importantes. Demonios rayados como los de Garwhal, Panar, Gummalapur o Mulher Valley fueron responsables de 11 909 muertes entre 1875 y 1912 en la India. La fuerte expansión urbana y agrícola que experimentó el subcontinente bajo dominio británico acercó a dos especies que normalmente se evitan e intensificó el conflicto entre ellas. La epidemia de peste que asoló la India durante ese periodo histórico propició una mayor accesibilidad a la carne de los cadáveres humanos parcialmente cremados, facilitando que el comportamiento inicialmente carroñero del leopardo desembocase en antropofagia.
Después del tigre y el leopardo, los ataques antropófagos del rey de la selva ocupan la tercera posición. Según un estudio de la revista Nature, desde el año 1990, solo en Tanzania han ocasionado más de 563 muertes, aunque debemos relativizar la fiabilidad de estos datos. La escasez de presas, como consecuencia de una epidemia de peste bovina, y un largo periodo de sequía pudo provocar que estas bestias se vieran obligadas a buscar alimento en nuestra especie, en alguna ocasión de forma dramática.
Entre marzo y diciembre de 1989, dos machos sembraron el pánico entre los trabajadores de la construcción del Ferrocarril Kenia-Uganda. Algunos relatos elevan a 235 las víctimas; sin embargo, parece que realmente fueron 35 los trabajadores indios atacados por «los devoradores de hombres de Tsavo».
Antropófagos marinos
Si la tierra entraña peligro, el agua no es menos segura, el wendigo acecha también en las profundidades del océano. Hubo un tiempo en que criaturas legendarias como el Leviatán, las sirenas o el Kraken aparecían como protagonistas de las historias que los marineros compartían en las tabernas al finalizar sus travesías.
Como ocurría con el lobo, la fama de las bestias marinas no se ajusta en absoluto a su verdadera peligrosidad. Gran culpa de la mala prensa que acompaña a tiburones y orcas se debe a la imagen distorsionada que de ellos nos ha mostrado el mundo del cine. Títulos como Mar abierto, Orca, la ballena asesina o las distintas entregas de la saga Tiburón han colocado el cartel de asesinos de hombres a estos animales; por el contrario, las cifras de muertes anuales apenas alcanzan la decena, y muchas de estas víctimas ni siquiera son aprovechadas como alimento. Los ataques de estos animales en libertad son anecdóticos y de haber ocasionado bajas, estas han sido consecuencia de una desafortunada confusión con sus presas preferidas, motivadas por una situación de hambre extrema o resultado de la exaltación provocada por la presencia de sangre en un surfista o buzo herido.
Como vemos, la antropofagia en la naturaleza es anecdótica y responde únicamente a la necesidad de supervivencia de unas especies que se han visto progresivamente arrinconadas por nuestra propia expansión. La triste realidad es que el hombre es el único animal que mata cuando no tiene hambre, bebe cuando no tiene sed y habla cuando no tiene nada que decir.
Con información de Muy Interesante.