El ultraderechista Jair Bolsonaro, un exmilitar de 63 años nostálgico de la dictadura, ha dejado claro desde el primer instante que comienza una nueva era en Brasil. Inmediatamente después de ganar este domingo con un contundente 55,13% frente al 44,87% de Fernando Haddad, 55 años y del Partido de los Trabajadores, Bolsonaro se ha dirigido a sus compatriotas por Facebook, ha rezado con su familia y ha comparecido en televisión sin mencionar a su adversario.
Concluye una campaña marcada por la tensión, la desinformación en las redes sociales y, sobre todo, por las actitudes antidemocráticas de Bolsonaro. Sus amenazas y diatribas abocan al mayor país de América Latina a la incertidumbre y refuerzan el auge de la ultraderecha en todo Occidente.
Con ese estilo de hombre duro que llama a las cosas por su nombre que tanto triunfa en estos tiempos (véase al estadounidense Trump, el húngaro Orbán, el ruso Putin, el filipino Duterte, el turco Erdogan…), este capitán nostálgico de la dictadura, en la reserva desde finales de los ochenta, ha logrado capitalizar la indignación que embarga a buena parte de los brasileños, el desencanto con la clase política de toda la vida, la rabia ante una corrupción que carcome a todos los partidos; un hartazgo generalizado del que Bolsonaro se ha aprovechado, presentándose como un ejemplo de limpieza.
Y símbolo del cambio, algo paradójico en vista de que lleva siete legislaturas como diputado en Brasilia. Sus alabanzas públicas a la dictadura (1964-1985) y las amenazas a sus adversarios políticos generan auténtico miedo en el Brasil progresista y honda preocupación en el Tribunal Supremo.
“Todos juntos vamos a cambiar el destino de Brasil”, ha dicho el ganador de los comicios a sus ocho millones de seguidores en Facebook. “No podemos seguir coqueteando con el socialismo, con el comunismo, el populismo o el extremismo de izquierda”. El futuro presidente ha asegurado, ya ante la televisión ante su casa en Río de Janeiro, que su Gobierno será “constitucional y democrático”.
Su rival, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores, siempre en segundo plano en esta tensa, polarizada, sucia y violenta campaña, pese a ir recortando la ventaja no ha logrado atraer a suficientes brasileños a su planteamiento de que esta era una elección entre dictadura y democracia. “Hay muchas personas con miedo y angustiadas en los últimos días. No tenemos miedo. Estamos aquí con las manos unidas y con coraje”, ha afirmado tras la derrota sin felicitar al vencedor.
La declaración hecha por el presidente del Supremo tras depositar su voto en Brasilia da también idea del terreno en el que se ha movido esta elección: “Hay que garantizar la pluralidad política y respetar la oposición que se formará”, ha declarado el juez Dias Toffoli, tras recordar que el presidente electo tendrá que respetar las instituciones, la democracia y el poder judicial.
Pero para muchos brasileños desencantados y ansiosos de un cambio profundo, Bolsonaro es un regalo caído del cielo. Es más o menos lo que le ocurrió a Patricia Miranda, de 46 años: “Le pedí a Dios que mandase un candidato. Y Bolsonaro llegó en el Facebook”. El ultraderechista se convirtió en un fenómeno político siguiendo el libreto nacionalpopulista ultraconservador resumido en su lema “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”.
Cambio. Esperanza. Son las dos palabras que repetían los que salían de votar a Bolsonaro en el colegio Santo Agostinho de São Paulo, convertido en colegio electoral para brasileños empadronados en otras regiones y de paso por la ciudad. “Tenemos la esperanza de que pueda ocurrir algo nuevo, un presidente que haga algo por el país”, declaraba Edeuzina Maehler, comerciante jubilada de 67 años. Votó por Bolsonaro, al que alaba como “un hombre de familia, una persona de bien”.
Precisamente para frenar ese cambio, la médica Sayoné Andrade de Moura, 32 años, de Salvador de Bahía, cambió la guardia dominical para depositar su papeleta por “la izquierda”. Tras seis años sin votar, ahora lo consideraba esencial: “Tengo miedo a revivir el periodo más oscuro de nuestra historia”, explicaba la mujer vestida con una camiseta con el lema “Lute como uma garota” (Pelea como una chica), que popularizó la número dos de Haddad, Manuela D’Avila.
El ganador tendrá que gobernar con un Congreso indomable de 30 partidos encabezados por el grupo del Partido de los Trabajadores (PT) con 57 diputados y el del Partido Social Liberal (PSL), de Bolsonaro, con 52, aunque este tiene más potenciales aliados. El ultraderechista ha encandilado a los mercados con sus promesas de privatizaciones en un país con un inmenso y rígido sector público gracias en buena medida a su gran asesor económico y futuro ministro de la materia, Paulo Guedes, doctorado en la Universidad de Chicago, cuna del ala dura del liberalismo económico moderno. No está tan claro que los generales que le acompañarán en el Gabinete sean tan entusiastas de esos planes.
Brasil ha votado inmerso en una inédita crisis política, económica e institucional. Los últimos años han sido especialmente convulsos. La política ha ido de sobresalto en sobresalto mientras la economía entraba en un periodo de recesión (2015-2016) del que empieza a recuperarse débilmente. Dilma Rousseff, heredera política de Lula, fue reelegida presidenta por la mínima en 2014 para un mandato que es recordado por sus errores en materia económica (que agravó una situación ya difícil por la crisis mundial) y que terminó abruptamente en 2016 con un tormentoso proceso de impeachment al hilo de un presunto delito electoral. Le sucedió Michel Temer, del Movimiento Democrático Brasileño, que seguirá en la presidencia hasta fin de año, y que también se ha visto salpicado por varios escándalos de corrupción.
El país ha dejado atrás la recesión, pero está lejos de entrar en la recuperación con firmeza. Si hace 10 años crecía al 7% y hace solo cuatro años presumía de pleno empleo, ahora tiene casi 13 millones de desempleados, un 12,1%.
La campaña de esta elección será recordada porque los jueces cortaron en seco el intento del encarcelado Luiz Inácio Lula da Silva de regresar a la presidencia de Brasil por tercera vez, porque Bolsonaro fue apuñalado por un loco que actuaba “por órdenes de Dios”, según le dijo a la policía, lo que le llevó tres semanas al hospital, y por las diatribas que profirió antes y después de ese suceso. “Vamos a barrer del mapa a los bandidos rojos. O van presos o marchan al exilio”, proclamó hace una semana en una arenga a miles de seguidores en São Paulo retransmitida por Facebook desde su casa de Río, donde se refugió durante la convalecencia. “El error de la dictadura fue torturar y no matar”, declaró en una entrevista en 2016. Su número dos, Hamilton Mourão, propuso abiertamente el pasado septiembre encargar a unos notables una nueva Constitución. “Una Constitución no precisa ser hecha por los representantes electos del pueblo”, dijo este general que se retiró de las Fuerzas Armadas en febrero. Bolsonaro rechazó la propuesta y dijo que defiende “el voto popular”.
La seguridad debe ser según Edelzina Maehler, 67 años, comerciante jubilada, la prioridad del próximo presidente. Es un sentimiento compartido entre los bolsonaristas como ella. El ultraderechista propone recetas de mano dura como flexibilizar la venta de armas a particulares para atajar el aumento de asesinatos, que sumaron los 64.000 en 2017, incluidos 5.000 civiles muertos por disparos de agentes de policía. Ha levantado ampollas en ciertos sectores su propuesta de dar inmunidad a los policías que maten a supuestos delincuentes mientras están de servicio.