La espesura de la selva venezolana no le da calor. José Gregorio tiene frío. «Me duele el cuerpo, la cabeza, tengo fiebre», se queja este indígena. El diagnóstico: malaria, un mal erradicado hace años entre los yukpa, pero que volvió con la crisis, como en el resto de Venezuela.
«Empezó a sentirse mal, le dolían los huesos, comenzó a vomitar, no comía; ahora tiene cuatro o cinco días sin comer», dice su esposa, Marisol. El bebé de ambos, Gregorio José, de cuatro meses, balbucea junto a su padre en la cama.
«Ya me dieron tratamiento. Varias veces me enfermé», murmura José Gregorio con la vista perdida, incapaz de seguir una telenovela en la televisión.
«A mí también me ha dado. Y después cayó el bebé», cuenta Marisol. «Antes no era así aquí, solamente había chikungunya y dengue. El paludismo (malaria) volvió el año pasado», lamenta.
«Aquí», es El Tukuko, un pueblo al pie de la sierra de Perijá, la red de montañas que cruza la frontera con Colombia, a más de tres horas en auto desde Maracaibo, capital del estado Zulia.
Con 3.700 habitantes, es el asentamiento más grande de indígenas yukpa. Y, como dice Marisol, la malaria está «de vuelta» allí, como en todo Venezuela, un país que podía presumir hasta ahora de ser el primero en el mundo en erradicar la enfermedad en 1961.
«Pandemia»
No hay estadísticas oficiales sobre la malaria en El Tukuko, ni sobre el número de muertes que causa.
Pero el médico Carlos Polanco señala, desde la sala de la misión católica donde atiende, que de cada 10 personas que van al laboratorio a hacerse la prueba de paludismo (malaria) «entre cuatro o cinco salen positivo, o hasta más. Es una cifra alarmante».
Nelson Sandoval, un fray capuchino que preside la misión, agrega: «Antes de ser fraile conocía esta comunidad y nunca había visto ningún caso de malaria aquí. Esto es una pandemia».
El Tukuko es afectado por el Plasmodium vivax, una forma de malaria menos letal que la otra cepa, Plasmodium falciparum, que prevalece en las regiones amazónicas del sureste de Venezuela.
Según Sandoval y Polanco, la razón de la vuelta de la enfermedad es simple. Hace unos años, el gobierno venezolano enviaba regularmente empleados para fumigar. Esos humos atacaban a los mosquitos Anopheles, transmisores de la malaria, y la enfermedad estaba bajo control.
Pero estas campañas de fumigación se detuvieron, según Sandoval, y al aumentar la población de mosquitos, «vino el paludismo corriendo».
A esto se suma la desnutrición. «Anteriormente (los yukpa) variaban su consumo porque había un poco más de accesibilidad a los insumos. Pero ahorita no es fácil variar. La situación de inflación no les permite», explica Polanco. Y «se contentan con consumir lo que cultivan, como yuca y plátano», ejemplifica.
Rosa sabe de desnutrición. Tumbada en el suelo de su casa, con una camisa demasiado grande, lo pasa mal. A los 67 años, esta es la tercera vez que padece malaria. «El médico me pesó: 37 kilos; antes pesaba 83», dice.
El sonido de la televisión desborda la sala principal. Afuera, en el camino pavimentado, los nietos de Rosa juegan con el gato, mientras un pequeño grupo de escolares con uniforme regresa de la escuela.
El Tukuko es la imagen de la propagación de la malaria en Venezuela.
La situación es «catastrófica» para Huníades Urbina, médico y secretario de la Academia Nacional de Medicina. En 2018, «hubo 600.000 (casos) y las sociedades científicas estimamos que para el 2019 va a llegar al millón de personas afectadas».
Pero son solo estimaciones porque «el gobierno oculta esas cifras», dice Urbina.
Sin respuesta
La expansión de la malaria ha ido de la mano con la profundización de la crisis. Según el Gobierno venezolano, la inflación ha superado el 130.000% en 2018 y el PIB se ha reducido a la mitad entre 2013 y 2018.
En Zulia, las estaciones de servicio han estado secas durante semanas. Los cortes de energía son comunes y los residentes huyen al extranjero de a miles.
Pero la falta de perspectivas también empuja a los venezolanos a moverse dentro del país. Y cuando regresan a casa de las áreas infectadas con malaria, algunos esparcen la enfermedad.
En El Tukuko, la acción del Gobierno es lejana. En la entrada del ambulatorio local, la doctora Luisana Hernández se desespera al pedir alguna ayuda pública. «Cada día el deterioro es más», dice. Los refrigeradores para almacenar vacunas no funcionan porque pese a que hay un generador eléctrico, cuenta, no lo han podido hacer funcionar por la falta de combustible.
«Hemos tocado puertas y nada», dice.
Sin posibilidades de traer medicamentos de la ciudad y sin recursos para prevenir, erradicar la malaria parece una misión casi imposible.
Sandoval lo intenta con los recursos a mano. Gracias a la ONG católica Cáritas y la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la misión distribuye medicamentos de cloroquina y primaquina contra la malaria a los yukpa enfermos.
María José Romero, de 22 años, es una de las beneficiarias. Su hermana y su padre ya han tenido la enfermedad varias veces. «La repetición es porque muchas personas no pueden seguir el tratamiento» por falta de medicamentos.
La crisis venezolana ha empujado a la joven a Colombia. Volvió a El Tukuko a visitar a su familia. Pronto regresará al otro lado de la montaña… a pie. «Son tres días» de caminata, dice, y sonríe. AFP/tomado de Panorama