En 1972, Richard Nixon y Mao Zedong abrieron las compuertas de las relaciones entre Estados Unidos y China, las cuales tardarían hasta 1979 para formalizarse en plenas relaciones diplomáticas. Fue a partir de las reformas de apertura adelantadas por Deng Xiaoping ese mismo último año, sin embargo, cuando la interconexión entre los dos países comenzó a adquirir pleno significado. A partir de ese momento la imbricación económica entre ellos comenzó a crecer a ritmo acelerado y constante.
Fue tal la complementariedad económica alcanzada entre China y Estados Unidos que, en 2007, Niall Ferguson y Moritz Schularick acuñaron el término “Chimérica” para describir el carácter de la misma. Dicho término aludía a una relación simbiótica entre los “chimeroamericanos” del Este y del Oeste (léase China y Estados Unidos). Mientras los del Este ahorraban los del Oeste gastaban; mientras los del Este manufacturaban productos los del Oeste se especializaban en servicios; mientras los de Este exportaban los del Oeste importaban, y mientras los del Este acumulaban reservas y compraban bonos de la deuda pública estadounidense los del Oeste sacaban provecho de ello para gastar a sus anchas.
Para llegar a ese punto ambas partes debieron superar los múltiples obstáculos aparecidos en el camino. La perseverancia mostrada les permitió seguir en la ruta abierta en 1972 y consolidada en 1979. Entre los dos países existía, sin embargo, una diferencia fundamental. Mientras uno de ellos guiaba sus acciones en base a un pensamiento estratégico, el otro lo hacía en base a un pensamiento ilusorio. Siguiendo el consejo dejado por Deng Xiaoping a sus sucesores, China escondía fortalezas y mostraba un bajo perfil a la espera de que su momento llegase. Ello le posibilitó el milagro geopolítico de emerger aceleradamente sin alarmar a Estados Unidos. Al tiempo que ello ocurría los estadounidenses, convencidos de su fuerza y de la superioridad de su modelo, asumían que una China más prospera inevitablemente evolucionaría hacia una sociedad y una economía más libres, en consonancia con la suya. En base a esta convicción prestaron su apoyo a Pekín.
El año 2008 marcaría, no obstante, un punto de inflexión en la relación. A partir de ese momento la proximidad alcanzada comenzaría a derrumbarse dando paso a una hostilidad en ascenso. ¿Qué hizo de este un momento tan especial? La repuesta puede encontrarse en una noción familiar a la mentalidad china pero ajena al pensamiento occidental: El shi. Esta noción podría entenderse como una alineación de fuerzas susceptible de moldear una nueva situación. De manera más amplia, ella entrañaría ideas tales como ventaja estratégica o configuración ventajosa de factores. El shi, como formulación conceptual, se remontaba al llamado período de los reinos combatientes. Es decir, aquella fase de la historia china que precedió al surgimiento de un Estado unitario con la implantación de la dinastía Qin en el 221 A.C. En síntesis, el shi se presenta como la oportunidad durante la cual el estratega sensato puede dar forma a un entorno político que le favorezca.
¿Qué alineamiento de fuerzas hizo de 2008 una oportunidad de esa naturaleza? La respuesta es clara: el descalabro financiero desatado en Estados Unidos y que condujo al mundo a su peor crisis económica desde 1929; la extraordinaria eficiencia mostrada por China para evitar el contagio de su propia economía; el hecho de que fue el crecimiento económico chino el que evitó un colapso económico global; y, finalmente, el impulso a la auto estima nacional generado por las exitosas olimpiadas de Pekín de ese año. Concomitantemente a estos eventos, la fortaleza hegemónica estadounidense sufría la erosión resultante de su incapacidad de prevalecer en dos guerras periféricas en el Medio Oriente.
Bajo la óptica del shi, Estados Unidos no era tan poderoso como se asumía mientras que China resultaba serlo mucho más de lo supuesto. Ello sólo podía significar que Estados Unidos había alcanzado ya la cima de su ascenso e iniciado su declive. Por extensión, implicaba que las curvas de ascenso de China y de descenso de Estados Unidos no tardarían en cruzarse. La ocasión para sacar ventaja de una correlación de fuerzas favorable había llegado. No era necesario ya, por consiguiente, seguir actuando conforme al bajo perfil aconsejado por Deng. El momento exigía por el contrario de asertividad y audacia.
Tras la llegada de Xi Jinping al poder los decibeles de asertividad y audacia subirían notoriamente, asumiendo características de desafío frontal a Washington. Xi proclama abiertamente el contraste entre unos Estados Unidos en declive y una China en la cresta de la ola. Washington, sintiéndose desafiado en su primacía y burlado en su buena voluntad, responde con hostilidad creciente. Todo ello no es más que la resultante inevitable del curso contrario entre el pensamiento estratégico y el pensamiento ilusorio. Maquiavelo, sin duda, hubiese alabado al primero y desdeñado al segundo.