Cuando los médicos le informaron a Thamires que el hijo que llevaba en el vientre hacía siete meses tenía graves malformaciones neurológicas provocadas por el virus del zika, intentó suicidarse lanzándose frente a un autobús en Rio de Janeiro.
«No tuve la intención de pensar algo negativo para mi hijo, sólo quería acabar con aquello», resume entre lágrimas esta madre primeriza de 29 años.
Pero el conductor frenó a tiempo y, más de dos años después, junto a su marido Wallace, su familia y especialistas, lleva adelante la silenciosa lucha diaria de criar a un hijo con síndrome congénito del zika, como se denomina el amplio espectro de alteraciones provocadas por el virus, que generó una alerta sanitaria mundial pero ya no gana titulares.
Miguel, de dos años y cuatro meses, padece «microcefalia, lisencefalia (cerebro liso), una variante del síndrome Dandy Walker, que es una enfermedad rara, deficiencia renal y crisis epilépticas», resume Thamires, de 29 años. Acaba de bañarlo, perfumarlo y se prepara para darle el almuerzo: puré de calabacín con aceite de oliva.
Pese a su estrabismo, Miguel no tiene la visión comprometida y reacciona a las voces familiares, pero no logra caminar, sentarse ni erguir la cabeza por sí mismo. Sus padres cumplen una estricta -y onerosa- rutina de cuidados, que incluye más de seis medicamentos cada doce horas e internaciones frecuentes.
«Es una rutina difícil, desgastante. Las familias esconden a sus hijos para que la sociedad no los vea, pero no es eso lo que queremos. Nosotros queremos formar parte de la sociedad», explica Wallace.
Él trabaja como técnico de informática durante la noche para pagar las cuentas y los planes de salud privados que complementan la compleja asistencia que requiere Miguel: nefrólogo, pediatra, psicomotricista y fisioterapeuta, distribuidos en al menos tres hospitales diferentes, públicos y privados.
– Padres ausentes –
Transmitida por el mosquito Aedes Aegypti, la epidemia del virus zika que afectó a Brasil en 2015 provocó un aumento exponencial de bebés con microcefalia y otras alteraciones neurológicas, especialmente en la región noreste, la más pobre del país. Entre noviembre de 2015 y mayo de este año el Ministerio de Salud registró más de 3.000 casos relacionados con la infección del zika durante la gestación.
El gobierno federal ha tomado medidas para amparar a las madres de estos niños -como darles prioridad para acceder a una vivienda social o asegurar un salario mínimo para las familias más pobres-, pero con frecuencia éstas tienen dificultades para acceder a los servicios en sus municipios, por falta de información y trabas burocráticas.
«Todo está hecho para que desistas, porque ya estás saturada de muchas cosas», se queja Thamires.
Ella y Wallace se han asociado con otras familias para intercambiar información y presionar a las autoridades para lograr la atención a la que tienen derecho por ley, como el acceso a la casa a la que se acaban de mudar, en la empobrecida región metropolitana de Rio de Janeiro.
Pero el estándar de vida y atención que han logrado para Miguel no es la regla, admiten, especialmente de aquellas madres que fueron abandonadas por sus compañeros.
«Miguel nos hizo luchar, no sólo por él, sino por las familias. Porque sabemos cuán difícil es, sabemos que muchas familias tienen al padre ausente», cuenta Wallace, emocionado.
La principal dificultad que encuentran no conciernen los tratamientos de alta complejidad, sino la atención pediátrica básica.
«En el sistema público de salud, el médico generalmente no conoce el síndrome congénito [del zika], entonces no consigue dar la atención pediátrica básica. Porque ese mismo bebé que tiene microcefalia y otras enfermedades, también va a tener, por ejemplo, dolor de dientes, y todos los problemas normales de los demás», explica Wallace.
-«Viva hoy»-
Ambos admiten que querrían tener más hijos, pero saben que la atención que requiere Miguel demanda recursos. Así que ese plan es inviable al menos hasta que Thamires complete el curso de enfermería que había abandonado y que ya retomó, y pueda trabajar en ello.
Por ahora, Miguel es el único protagonista. Siempre que pueden lo llevan a fiestas, a la playa. Para su último cumpleaños organizaron una celebración e invitaron a otras madres de niños con microcefalia.
Pero también viven momentos bajos. En sus casi dos años y medio de vida, ha estado ocho veces internado. «Ahí es cuando vemos el riesgo de la muerte», llora Thamires.
Se consuela evocando las palabras de los médicos que la impulsaron a no bajar los brazos. «Viva hoy. Miguel puede tener 10, 20 años, 2 o 3. Pero si no viviste bien, te sentirás frustrada en el futuro por todo lo que no viviste, me dijeron (…). Entonces voy a bañarlo, besarlo, sentir su aroma, porque en cualquier momento pueden internarlo»
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